Por *Ricardo Carlovich
Gasparín, Mardane, Orlando Ayunes, Los Primos, Los Gringos del Volga, Grupo Astral, Pastor Luna, etc., levantan los pies en polvorosa sin importar edades ni vínculos.
Suena “La Chancha se va pal’mái” y abuelos, padres, hijos y entenados regalan en las postrimerías de la fiesta sus más ágiles energías.
Sin embargo, pocos saben del origen de la letra y música de ese hoy “himno a la alegría” teutona. Y, de conocerse la verdad, tal vez nadie osaría al dispendio de risas y gritos.
Según el especialista Horacio Blanc, en el periódico entrerriano “Brújula”, “cuenta la leyenda esteparia, que Federico Jorge Schneider fue un criador de cerdos radicado en Stroeder, pueblo de inmigrantes alemanes ganaderos y agricultores, situado a 80 kilómetros de Carmen de Patagones, Partido del mismo nombre, provincia de Buenos Aires.
Lo que distinguía a Federico de los demás productores de la zona, era su comunidad con los chanchos que criaba, quienes vagaban libremente por el patio y las dependencias de la casa.
Sin tener que rendir cuentas a nadie, luego de cada jornada “El Fede” se instalaba en el Bar del Club Social y Deportivo San Lorenzo, tomando sus varias jarras de espumosa cerveza con granos de pimienta, intercalados con una medida de ginebra.
Allí permanecía hasta la medianoche, en medio de las libaciones y su afición al canto “a capella” de valses y polcas que le recordaban la tierra de sus antepasados.
Canturreando y a los tropezones, emprendía luego el camino de regreso a casa, donde generalmente terminaba la noche durmiendo abrazado a los chanchos.
Tanta era la comunidad entre ellos, que estos no trasponían los límites de su chacra, pese a la ausencia de cercos y alambradas.
Tenía especial trato con una chancha madrina, que a veces se quedaba esperándolo horas y horas en la puerta del bar del Club.
Federico ahogaba sus disgustos en alcohol de cebada, cada vez que debía faenar algún chancho o vender sus lechones para sostener económicamente su pequeña chacra.
Entre la deglución del maíz propio o ajeno y sus amores furtivos, los amantes cerdos iban degenerando la especie con lechones más barcinos que el escribiente postulado a Comisario (según las bíperas lenguas pueblerinas).
Tanta actividad procreativa clandestina, había encendido el insaciable apetito de la chancha y su ocasional galán porcino, que se comían hasta los pollos guachos que encontraban en el camino, para angustia del Fede que ya no sabía que echarle a la olla del guiso carrero.
Hasta aquí, las varias versiones sobre vida y costumbres de Federico Jorge Schneider no difieren sustancialmente.
Se bifurcan cuando la cita remite a la creación de la polca “La Chancha se vá pal máiz”. Unos dicen que un vecino de Federico escribió la letra antes de irse del terrenal planeta, y que un asiduo al Club San Lorenzo le puso música.
Otros sostienen que fue un notable acordeonista rosarino de apellido Loizaga, piloto de un avión de cuatro plazas que aterrizó de emergencia en un camino vecinal, quién a la espera de la reparación de la aeronave, durante su estadía en el pueblo escribió la letra y compuso la música original de la famosa polca, adecuándola a los comentarios que escuchaba en el club sobre las costumbres de Schneider.
Sea como fuere: leyenda, verdad o mito, lo cierto es que este ritmo popular es genuina expresión del sacrificado pueblo inmigrante, que dejó jirones de su historia para adaptarse a un territorio e idioma extraño.
Que le puso música a la vulgaridad de las cosas de la vida, en su diario solaz tras la agotadora labor de la jornada.
Sencillas coplas que narran ese contacto directo del hombre con la naturaleza.
Polca popular que se canta y baila en varios pueblos de Entre Ríos, sin importar los dimes y diretes del crítico elitista cuya mirada no se extiende más allá de su propio ego”.
Hasta aquí el relato de Blanc que, justo es decirlo, sitúa a Stroeder en la cuna de un éxito popular.
Sin embargo, fue un empleado municipal quién halló el oráculo.
En una calurosa tarde de enero, mientras aguardaba que se llene el camión tanque con el vital elemento, una piedra asomó de entre los yuyos.
La maciza de basalto tenía grabada la letra que, al refregarse dejaba oir la ahora tan conocida y pegadiza melodía.
Fue en uno de los pozos donde, mucho antes de construirse el acueducto, la oscuridad de un vecino se iluminó con música y canto.
Un ex empleado municipal lo sabe…
...su hermano mellizo, también
(* Ricardo Carlovich, del libro “Dimes y Diretes de la Norpatagonia”)